miércoles, 17 de septiembre de 2008

martes, 16 de septiembre de 2008

Decápodos de la China




Lo entiendo. Juro que lo entiendo. Comprendo y comparto la pasión que despierta el diseño japonés en occidente. Al fin y al cabo están en la onda y hacen mucho de lo que aquí se considera bueno con un espíritu más fino y acertado; en realidad, las más de las veces, ellos son la onda. Pero la finura japonesa no puede oscurecernos el juicio haciéndonos olvidar que en China también se hacen cosas bellísimas, incluso para nimiedades como un paquete de pan de gamba preparado como el que se puede ver más arriba. Y es que muchas veces abandonamos nuestro gusto a las condiciones del lugar donde encontramos los objetos, nos dejamos llevar por el sitio, por lo que rodea a una cosa para decidir si es bueno o malo. Cambiemos los caracteres de la caja y veámoslos ahora como si fueran japoneses, pensemos en un agradable expositor, delicado y limpio de formas de una tienda de productos nipones y no en los chinos cutres de la Plaza de San Ildefonso en Madrid donde compré esta caja. ¿No vemos este diseño con otros ojos? Seguro. Incluso, ahora, lo estaríamos sobrevalorando. Lo cierto es que no abríamos mejorado mucho, pues habríamos cambiado un prejuicio por otro.
Y es que el diseño chino nos ayuda a responder a una pregunta que nos acecha cada vez que hablamos de las maravillas del diseño popular, del diseño de oficio, que es: puesto que la gran mayoría de lo que vemos en la calle es una mierda (cierto), ¿no estamos siendo algo pretenciosos al valorarlo tan positivamente por unos pocos ejemplos que, además, son difíciles de encontrar? Tengo que reconocer que esta duda nos la planteamos cuando nos decidimos a comenzar con el blog, y que no fue hasta más tarde que creí poder solucionarla de alguna manera. Efectivamente, mucho de lo que se hace y se ha hecho en el diseño popular es malo (la mayoría), pero es que también la gran mayoría de lo que se hace y se ha hecho en el diseño con mayúsculas, no sabría como llamarlo, la verdad, es horroroso, y debe ser juzgado aún con más severidad, ya que tiene unas pretensiones y goza de un prestigio de los que el otro carece. La excelencia es minoritaria.
Entre los tarros y paquetes recargados, con dorados imposibles, fotografías de grasientos platos precocinados y colores chillones, que parecían convencerte de que no habría nada realmente bueno, de que buscar la belleza de lo cotidiano es inútil, este paquete se mantenía con una dignidad que merecía ser apreciada. Hic Rhodhus, hic salta.

Bretch como manifiesto

De todos los objetos, los que más amo son los usados. Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados, los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera han sido cogidos por muchas manos. Estas son las formas que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas, desgastadas de haber sido pisadas tantas veces, esas losas entre las que crece la hierba me parecen objetos felices. Impregnado del uso de muchos, a menudo transformados, han ido perfeccionando sus formas, y se han hecho preciosos porque han sido apreciados muchas veces. Me gustan incluso los fragmentos de esculturas con brazos cortados. Vivieron también para mí. Cayeron porque fueron trasladadas; si las derribaron fue porque no estaban muy altas. Las construcciones casi en ruinas parecen proyectos sin acabar, grandiosos; sus bellas medidas pueden ya imaginarse, pero aún necesitan nuestra comprensión. Y, además, ya sirvieron, ya fueron superadas incluso. Todas estas cosas me hacen feliz.

De todos los objetos, Bertolt brecht.

domingo, 7 de septiembre de 2008

La horma de su zapato



Parece increíble que en los exhaustivos volúmenes de Phaidon Press, Phaidon design classic, donde se han recopilado cientos de objetos fundamentales de la vida cotidiana, desde la pinza de la ropa al clip, no se dé cuenta de algo tan necesario como es la horma de zapato. Por contra, en esta pequeña zapatería de Roma hacían alarde de su utilidad y belleza, dedicando una pared entera de su local al objeto que hace posible, en principio, todo su trabajo.
Actualmente, cuando uno visita el lugar de trabajo de algún oficio, no puede por más que fijarse en lo anodino del sitio que se le muestra. El trabajo es sucio, y se busca ocultarlo de la mirada del visitante o cliente, que sólo se hace una idea de lo que allí se hace por lo que diga el rótulo de la puerta, o por lo que otros le hayan asegurado que allí se hace. La uniformización a la que tienden los trabajos manuales entre sí y, al mismo tiempo, con los productos de las grandes fábricas e industrias que deterioran su saber hacer y sus resultados, tiene su reflejo en la ocultación del lugar de trabajo real y sus herramientas. Adiós a las paredes repletas de herramientas de las carpinterías, con el dibujo silueteado de cada una de ellas para recordar su ubicación. Adiós al olor a betún y caucho de las zapaterías. Al olor del horno que acompaña al del pan en las panaderías, pues la gran mayoría ya ni siquiera hornea. Al serrín de las guitarrerías... Ya sólo veremos sus oficinas y puntos de venta, todas iguales: mismo ordenador, misma mesa, mismo papel, iguales sillas y sillones, etc...; el más descarriado quizá mantenga del pasado uno de esos horribles cubrerradiadores que harán al visitante sentirse un poco más en casa, un poco menos en lo mismo. Pero será sólo un momento, porque en seguida todo volverá a la normalidad, y ahí es cuando nos damos cuenta: la razón de que ya no tenga sentido plantearse la diferencia entre el producto de la gran superficie y el de la tienda pequeña, es la degradación a la que se ha sometido al trabajo en las segundas y, puestos a escoger, es lógico decidirse por el más barato (el que tiene precios más competitivos, como tenemos que decir ahora).
Es por eso que resulta tan excitante encontrar realidades prácticamente extintas como ésta. Porque ya no es tan común descubrir sitios (se nos ocurren pocos ejemplos más en los que sobrevivan cosas parecidas, sin duda, los mercados tradicionales) en los que no sea la cantidad la que marque la diferencia.