sábado, 28 de marzo de 2009

Pena capital





































































Una doble esperanza dirige las compras del lector de segunda mano. Por un lado, aspira a descubrir una joya literaria olvidada, perdida entre los estantes de una librería cualquiera, que espera paciente ser rescatada. Este rasgo, por su carácter improbable (y, puesto que no he conocido a nadie que lo haya logrado, a mi modo de ver imposible), merece ser comparado con la tarea alquímica, con la eterna búsqueda de la piedra filosofal que, tras cada fracaso, anima, no a darse por vencido, sino a comenzar de nuevo la búsqueda. Es una esperanza vana, irracional, adictiva, en la cual la única satisfacción posible será la propia búsqueda. Que no es poco.
La otra aspiración, que apunta al libro entendido como objeto, puede perfectamente despreciar el contenido de éste, pues se ve recompensada por la vista, el tacto y, para algunos, el olfato. Quien entienda este fetichismo como algo secundario, como el premio de consolación al descubrimiento frustrado, está olvidando la fascinación que el libro despierta entre muchos hombres, incluso entre aquellos que ni se han planteado la posibilidad de leerlos.
Vida de Chessman fue un descubrimiento.
El texto, que no es gran cosa, es interesante por su contenido social. El intento de explicar los actos delictivos de un criminal sentenciado a muerte a partir de su biografía. Un lugar común, al fin y al cabo, pero que recuerda que, no hace mucho, los intereses de la gente menos preparada (se trata de una especie de folletín popular) no implicaban la saturación mental mediante tramas enrevesadas con secretos dentro de secretos (barrocos siempre, pero bastante simples al final) o el morbo sin límites. Y que podían estar dirigidos, en cambio, hacia la vida de una persona desgraciada pero real, y a la tragedia que le rodea.
Pero es que esta edición, publicada por Ediciones Rodegar (?), tenía algo del alma que contienen los trabajos de dos de los mejores ejemplos del diseño americano. Saul Bass y Paul Rand. Aunque sin el colorido de éstos (el diseño en España, hasta los años ochenta, aún cuando tiene color, parece estar apagado y siempre a un paso de lo rancio), hay algo fundamental que comparte con ellos. Entre otras cosas porque este libro es del año 1962 y, para entonces, Bass y Rand ya habían creado escuela, sobre todo el primero gracias al cine.
Ese algo fundamental es su dependencia de las formas matissianas. Mientras que los herederos de la Bauhaus y el constructivismo han tendido siempre hacia la abstracción de la forma pura, pudiendo ir de la mano con todos los que aprendieron del Dadá (los caracteres tipográficos no son otra cosa que cuerpos geométricos), la llamada corriente modernista, en diseño, le debe a Matisse más que a nadie. Simplificación de las formas y su construcción a partir de recortes, algo que con el tiempo, esta portada es un ejemplo de ello, se acabaría aplicando también a la tipografía, que deja, por eso mismo, de serlo. Así, al igual que a la composición con cuerpos geométricos corresponde una determinada composición tipográfica, estos diseños de recortable  acabarían exigiendo unos caracteres más sueltos, más irregulares. Pero no al estilo de David Carson o de la tipografía Beowolf, que no representan más que el error de la máquina admirado como algo bello. Al contrario, es el trabajo de la mano el que queda expuesto en los trabajos modernistas, por más que en ocasiones esté falseado.
Y es esa presencia de la mano la que le daba calidez entre los muchos cientos de libros de la librería. La que hacía que pareciese haberte estado esperando para que te lo llevases, no por bueno ni por espectacular ni por lujoso. Sino porque son los errores del hombre lo que hace a sus objetos humanos.