miércoles, 12 de agosto de 2009

El combate en suspenso






A mi madre, para que deje de tirarme las cosas.

Un boxeador, al que llamaremos Rubio por sus calzones negros, lleva más de sesenta años recibiendo un puñetazo del que otro, conocido como Moreno por luchar descalzo, ha estado el mismo tiempo esperando para guardarse tras descargarlo. El guante colgando frente a la cara abatida del adversario, cara que recuerda en postura y ejecución, de alguna manera, al San Mateo inacabado de Miguel Ángel; Moreno debería estar descansando tras el golpe, poder disfrutar de un momento de relajo después de alcanzar a su contrario; pero no puede. Rubio tendría que caer a la lona, desplomarse, perder; pero tampoco puede. Dos boxeadores de loza que, por casualidad, no se han separado desde que los regalaban, en los años cuarenta, en un puesto cualquiera de Coney Island, han quedado cristalizados, detenidos, en suspenso, porque uno no puede ganar mientras que el otro no consiga perder. El que exista esta relación entre ambas figuras, el que el gesto de cada uno sea interpretable, se debe a que ambas figuras se mantuviesen juntas, a que ninguna se haya roto, o extraviado. Rubio, en ausencia de Moreno, por ejemplo, podría estar preparando un golpe, no recibiéndolo, retrasándolo el puño para conseguir más impulso antes de soltarlo. 
Como ocurre en la vida cotidiana, la ausencia del contexto puede llevarnos a error, incluso puede hacernos olvidar que había contexto, y el efecto en uno no deducirse de la acción de otro.
En una tienda de viejo de Manhattan donde no adquirí este juego de salero y pimentero, el dueño me preguntó qué relación teníamos en España con los objetos antiguos (inútiles, más bien, pues se refería a aquellos que desaparecen de las casas sin que nadie se pregunte si quiera a dónde fueron a parar). Evidentemente, le dije la verdad a medias. Mi inglés no daba para tanto. Acostumbran a tirarse, a sustituirse por otras destinadas a hacerse viejas, no a envejecer. Es cierto que existen en España numerosos sitios dedicados al negocio de las chorraditas caducadas para el público fascinado por lo retro. Pero algo que desmiente todo parecido con el mercadeo neoyorquino es, como no podía ser de otra manera, el precio. Cuando lo viejo no conoce más destino que la basura, lo lógico es que lo que se salve tenga un coste alto (aquí), mientras que cuando en una ciudad, lo normal es que no se tiren las cosas sino que vuelvan a la circulación, debido a la abundancia, el precio sea, si no de risa, sí inferior al esperado (allí). Juego de cinco sillas (de segunda fila, pero elegantes), años cincuenta, 50$ unidad; mesa de madera maciza de roble (del mismo juego que las sillas), 175$; colección de libros de botánica, años cuarenta, 5$ ejemplar; teléfonos de baquelita, alfileres de corbata, relojes de bolsillo, juegos de mesa, manteles, mesillas, percheros, cuencos, banjos, vinilos, objetivos, ceniceros, floreros, maniquíes... oscilan entre los diez y cincuenta dólares en algunos mercadillos. En cambio, el Rastro de Madrid, heroico, en lo que al no tirar se refiere, nos devuelve, en menos de media hora, a la realidad autóctona de que por lo superviviente se paga.
Sin duda, creo más justa para las cosas la costumbre americana del ciclo, pues éstas tienden a valorarse más por méritos propios que por el simple hecho de ser antiguas: existe una abundancia a partir de la cual establecer medidas, donde la vulgaridad no queda ensalzada por pertenecer a una época anterior (eso no impide que algunos objetos, entonces vulgares, se aprecien hoy de mejor manera). Pero intento no engañarme sobreestimando esos mercadillos y tiendas y patios y garajes americanos que hacen negocio de lo que nosotros hacemos basura. La producción y consumo no es inferior que aquí, simplemente se le saca rendimiento a los desperdicios. 
Esta sustitución permanente de todo a toda prisa, nos impide acceder a una prueba que consideramos fundamental al juzgar la calidad: su resistencia y respuesta al paso del tiempo. (Las buenas lacas se van puliendo en los bordes dejando al descubierto la capa de imprimación y la madera; los malos cromados se descascarillan, quedando, al final, una superficie rugosa nada agradable a la mano). Por eso compramos objetos supervivientes, porque nos ahorran el trabajo de tener que ser cuidadosos con los que tenemos, porque son objetos que han adquirido la dignidad del tiempo, pero en los que lo fatigoso de mantenerlos, de no verse agobiado por los cambios del gusto, de repararlos o hacer apaños, de usarlos, en definitiva, lo ha hecho otro. Pero las cosas no son sólo útiles, lo que ya es más que suficiente, son asideros, muletas para la memoria. Cuando algo, cualquier cosa, nos acompaña durante mucho tiempo, nos ayuda a retener, a no olvidar lo que ocurrió un día determinado hace mucho tiempo.
Hace muchos años que tengo un dragón de peluche verde con la tripa rosa: sé que lo encontré un día que me despisté de mi padre en un supermercado, que estaba encima de un bloque de papel higiénico donde otro niño se lo habría dejado, y recuerdo el nerviosismo que tenía porque me estaba llevando algo que no era mío y que podían pillarme.
Hace muchos años que tengo un cerdo rosa que me regalaron los Reyes unas navidades y que dejó de roncar porque mi perro lo mordía y acabó por arrancarle el hocico y estropeando la bocina que lleva dentro: me ayuda a acordarme de la vergüenza que me dio el que a mis primas les hubiesen traído un elefante y un gorila, mientras que mi animal fuese un cerdo. Me ayuda a acordarme de mi perro, que hace tanto que no está conmigo. Me ayuda a acordarme, porque hay recuerdos que son heredados, de que también mi madre tiene recuerdos en ese peluche...
Hay recuerdos que podrían seguir accesibles en el cerebro si los objetos de cada uno de nosotros desapareciesen, pero serían muchos menos y, quizá, menos importantes. Si escribo esto, es simplemente para demostrar que algo que, a simple vista, podría parecer una simple cuestión estética, o de prestigio (el que nos dan algunos objetos antiguos), está más comprometido con nuestras vidas, la vida es recordar y actuar, de lo que esperábamos. Que, por eso mismo, debemos saber bien de qué nos deshacemos y cuánto adquirimos, porque hay anécdotas, comidas, cenas o días enteros que se van por la puerta cuando sacamos la basura. Los objetos de segunda mano nos dan cierta tranquilidad al principio porque, visiblemente, por ellos ha pasado la vida, pero no tardaremos en darnos cuenta de que es la vida de otros la que traen consigo, y que tendremos que darles tiempo, vivir con ellos nosotros también, para que acaben significando algo.
Moreno debería estar descansando tras el golpe, poder disfrutar de un momento de relajo después de alcanzar a su contrario; pero no puede. Rubio tendría que caer a la lona, desplomarse, perder; pero tampoco puede. Y si, llegado el día, Rubio se rompe y dejamos de tener relación con las cosas que se están cayendo, desmoronando, envejeciendo, sin recuerdos, sin cosas viejas que nos demuestren que pasa el tiempo, viviremos en un presente perpetuo. Si, por el contrario, es Moreno el que se rompe, lo que aparece nuevo, por sorpresa, y que hace tambalearse al otro boxeador, si dejamos de traer lo nuevo con nosotros, eso significaría dejar de hacer, y también es imposible vivir sólo de recuerdos.
Cuando compré estos boxeadores, aun siendo para regalo, me traje conmigo la responsabilidad de que ninguno de los dos desaparezca, para que puedan continuar como están, peleando por un combate en suspenso.

sábado, 28 de marzo de 2009

Pena capital





































































Una doble esperanza dirige las compras del lector de segunda mano. Por un lado, aspira a descubrir una joya literaria olvidada, perdida entre los estantes de una librería cualquiera, que espera paciente ser rescatada. Este rasgo, por su carácter improbable (y, puesto que no he conocido a nadie que lo haya logrado, a mi modo de ver imposible), merece ser comparado con la tarea alquímica, con la eterna búsqueda de la piedra filosofal que, tras cada fracaso, anima, no a darse por vencido, sino a comenzar de nuevo la búsqueda. Es una esperanza vana, irracional, adictiva, en la cual la única satisfacción posible será la propia búsqueda. Que no es poco.
La otra aspiración, que apunta al libro entendido como objeto, puede perfectamente despreciar el contenido de éste, pues se ve recompensada por la vista, el tacto y, para algunos, el olfato. Quien entienda este fetichismo como algo secundario, como el premio de consolación al descubrimiento frustrado, está olvidando la fascinación que el libro despierta entre muchos hombres, incluso entre aquellos que ni se han planteado la posibilidad de leerlos.
Vida de Chessman fue un descubrimiento.
El texto, que no es gran cosa, es interesante por su contenido social. El intento de explicar los actos delictivos de un criminal sentenciado a muerte a partir de su biografía. Un lugar común, al fin y al cabo, pero que recuerda que, no hace mucho, los intereses de la gente menos preparada (se trata de una especie de folletín popular) no implicaban la saturación mental mediante tramas enrevesadas con secretos dentro de secretos (barrocos siempre, pero bastante simples al final) o el morbo sin límites. Y que podían estar dirigidos, en cambio, hacia la vida de una persona desgraciada pero real, y a la tragedia que le rodea.
Pero es que esta edición, publicada por Ediciones Rodegar (?), tenía algo del alma que contienen los trabajos de dos de los mejores ejemplos del diseño americano. Saul Bass y Paul Rand. Aunque sin el colorido de éstos (el diseño en España, hasta los años ochenta, aún cuando tiene color, parece estar apagado y siempre a un paso de lo rancio), hay algo fundamental que comparte con ellos. Entre otras cosas porque este libro es del año 1962 y, para entonces, Bass y Rand ya habían creado escuela, sobre todo el primero gracias al cine.
Ese algo fundamental es su dependencia de las formas matissianas. Mientras que los herederos de la Bauhaus y el constructivismo han tendido siempre hacia la abstracción de la forma pura, pudiendo ir de la mano con todos los que aprendieron del Dadá (los caracteres tipográficos no son otra cosa que cuerpos geométricos), la llamada corriente modernista, en diseño, le debe a Matisse más que a nadie. Simplificación de las formas y su construcción a partir de recortes, algo que con el tiempo, esta portada es un ejemplo de ello, se acabaría aplicando también a la tipografía, que deja, por eso mismo, de serlo. Así, al igual que a la composición con cuerpos geométricos corresponde una determinada composición tipográfica, estos diseños de recortable  acabarían exigiendo unos caracteres más sueltos, más irregulares. Pero no al estilo de David Carson o de la tipografía Beowolf, que no representan más que el error de la máquina admirado como algo bello. Al contrario, es el trabajo de la mano el que queda expuesto en los trabajos modernistas, por más que en ocasiones esté falseado.
Y es esa presencia de la mano la que le daba calidez entre los muchos cientos de libros de la librería. La que hacía que pareciese haberte estado esperando para que te lo llevases, no por bueno ni por espectacular ni por lujoso. Sino porque son los errores del hombre lo que hace a sus objetos humanos.

lunes, 19 de enero de 2009