miércoles, 12 de agosto de 2009

El combate en suspenso






A mi madre, para que deje de tirarme las cosas.

Un boxeador, al que llamaremos Rubio por sus calzones negros, lleva más de sesenta años recibiendo un puñetazo del que otro, conocido como Moreno por luchar descalzo, ha estado el mismo tiempo esperando para guardarse tras descargarlo. El guante colgando frente a la cara abatida del adversario, cara que recuerda en postura y ejecución, de alguna manera, al San Mateo inacabado de Miguel Ángel; Moreno debería estar descansando tras el golpe, poder disfrutar de un momento de relajo después de alcanzar a su contrario; pero no puede. Rubio tendría que caer a la lona, desplomarse, perder; pero tampoco puede. Dos boxeadores de loza que, por casualidad, no se han separado desde que los regalaban, en los años cuarenta, en un puesto cualquiera de Coney Island, han quedado cristalizados, detenidos, en suspenso, porque uno no puede ganar mientras que el otro no consiga perder. El que exista esta relación entre ambas figuras, el que el gesto de cada uno sea interpretable, se debe a que ambas figuras se mantuviesen juntas, a que ninguna se haya roto, o extraviado. Rubio, en ausencia de Moreno, por ejemplo, podría estar preparando un golpe, no recibiéndolo, retrasándolo el puño para conseguir más impulso antes de soltarlo. 
Como ocurre en la vida cotidiana, la ausencia del contexto puede llevarnos a error, incluso puede hacernos olvidar que había contexto, y el efecto en uno no deducirse de la acción de otro.
En una tienda de viejo de Manhattan donde no adquirí este juego de salero y pimentero, el dueño me preguntó qué relación teníamos en España con los objetos antiguos (inútiles, más bien, pues se refería a aquellos que desaparecen de las casas sin que nadie se pregunte si quiera a dónde fueron a parar). Evidentemente, le dije la verdad a medias. Mi inglés no daba para tanto. Acostumbran a tirarse, a sustituirse por otras destinadas a hacerse viejas, no a envejecer. Es cierto que existen en España numerosos sitios dedicados al negocio de las chorraditas caducadas para el público fascinado por lo retro. Pero algo que desmiente todo parecido con el mercadeo neoyorquino es, como no podía ser de otra manera, el precio. Cuando lo viejo no conoce más destino que la basura, lo lógico es que lo que se salve tenga un coste alto (aquí), mientras que cuando en una ciudad, lo normal es que no se tiren las cosas sino que vuelvan a la circulación, debido a la abundancia, el precio sea, si no de risa, sí inferior al esperado (allí). Juego de cinco sillas (de segunda fila, pero elegantes), años cincuenta, 50$ unidad; mesa de madera maciza de roble (del mismo juego que las sillas), 175$; colección de libros de botánica, años cuarenta, 5$ ejemplar; teléfonos de baquelita, alfileres de corbata, relojes de bolsillo, juegos de mesa, manteles, mesillas, percheros, cuencos, banjos, vinilos, objetivos, ceniceros, floreros, maniquíes... oscilan entre los diez y cincuenta dólares en algunos mercadillos. En cambio, el Rastro de Madrid, heroico, en lo que al no tirar se refiere, nos devuelve, en menos de media hora, a la realidad autóctona de que por lo superviviente se paga.
Sin duda, creo más justa para las cosas la costumbre americana del ciclo, pues éstas tienden a valorarse más por méritos propios que por el simple hecho de ser antiguas: existe una abundancia a partir de la cual establecer medidas, donde la vulgaridad no queda ensalzada por pertenecer a una época anterior (eso no impide que algunos objetos, entonces vulgares, se aprecien hoy de mejor manera). Pero intento no engañarme sobreestimando esos mercadillos y tiendas y patios y garajes americanos que hacen negocio de lo que nosotros hacemos basura. La producción y consumo no es inferior que aquí, simplemente se le saca rendimiento a los desperdicios. 
Esta sustitución permanente de todo a toda prisa, nos impide acceder a una prueba que consideramos fundamental al juzgar la calidad: su resistencia y respuesta al paso del tiempo. (Las buenas lacas se van puliendo en los bordes dejando al descubierto la capa de imprimación y la madera; los malos cromados se descascarillan, quedando, al final, una superficie rugosa nada agradable a la mano). Por eso compramos objetos supervivientes, porque nos ahorran el trabajo de tener que ser cuidadosos con los que tenemos, porque son objetos que han adquirido la dignidad del tiempo, pero en los que lo fatigoso de mantenerlos, de no verse agobiado por los cambios del gusto, de repararlos o hacer apaños, de usarlos, en definitiva, lo ha hecho otro. Pero las cosas no son sólo útiles, lo que ya es más que suficiente, son asideros, muletas para la memoria. Cuando algo, cualquier cosa, nos acompaña durante mucho tiempo, nos ayuda a retener, a no olvidar lo que ocurrió un día determinado hace mucho tiempo.
Hace muchos años que tengo un dragón de peluche verde con la tripa rosa: sé que lo encontré un día que me despisté de mi padre en un supermercado, que estaba encima de un bloque de papel higiénico donde otro niño se lo habría dejado, y recuerdo el nerviosismo que tenía porque me estaba llevando algo que no era mío y que podían pillarme.
Hace muchos años que tengo un cerdo rosa que me regalaron los Reyes unas navidades y que dejó de roncar porque mi perro lo mordía y acabó por arrancarle el hocico y estropeando la bocina que lleva dentro: me ayuda a acordarme de la vergüenza que me dio el que a mis primas les hubiesen traído un elefante y un gorila, mientras que mi animal fuese un cerdo. Me ayuda a acordarme de mi perro, que hace tanto que no está conmigo. Me ayuda a acordarme, porque hay recuerdos que son heredados, de que también mi madre tiene recuerdos en ese peluche...
Hay recuerdos que podrían seguir accesibles en el cerebro si los objetos de cada uno de nosotros desapareciesen, pero serían muchos menos y, quizá, menos importantes. Si escribo esto, es simplemente para demostrar que algo que, a simple vista, podría parecer una simple cuestión estética, o de prestigio (el que nos dan algunos objetos antiguos), está más comprometido con nuestras vidas, la vida es recordar y actuar, de lo que esperábamos. Que, por eso mismo, debemos saber bien de qué nos deshacemos y cuánto adquirimos, porque hay anécdotas, comidas, cenas o días enteros que se van por la puerta cuando sacamos la basura. Los objetos de segunda mano nos dan cierta tranquilidad al principio porque, visiblemente, por ellos ha pasado la vida, pero no tardaremos en darnos cuenta de que es la vida de otros la que traen consigo, y que tendremos que darles tiempo, vivir con ellos nosotros también, para que acaben significando algo.
Moreno debería estar descansando tras el golpe, poder disfrutar de un momento de relajo después de alcanzar a su contrario; pero no puede. Rubio tendría que caer a la lona, desplomarse, perder; pero tampoco puede. Y si, llegado el día, Rubio se rompe y dejamos de tener relación con las cosas que se están cayendo, desmoronando, envejeciendo, sin recuerdos, sin cosas viejas que nos demuestren que pasa el tiempo, viviremos en un presente perpetuo. Si, por el contrario, es Moreno el que se rompe, lo que aparece nuevo, por sorpresa, y que hace tambalearse al otro boxeador, si dejamos de traer lo nuevo con nosotros, eso significaría dejar de hacer, y también es imposible vivir sólo de recuerdos.
Cuando compré estos boxeadores, aun siendo para regalo, me traje conmigo la responsabilidad de que ninguno de los dos desaparezca, para que puedan continuar como están, peleando por un combate en suspenso.

sábado, 28 de marzo de 2009

Pena capital





































































Una doble esperanza dirige las compras del lector de segunda mano. Por un lado, aspira a descubrir una joya literaria olvidada, perdida entre los estantes de una librería cualquiera, que espera paciente ser rescatada. Este rasgo, por su carácter improbable (y, puesto que no he conocido a nadie que lo haya logrado, a mi modo de ver imposible), merece ser comparado con la tarea alquímica, con la eterna búsqueda de la piedra filosofal que, tras cada fracaso, anima, no a darse por vencido, sino a comenzar de nuevo la búsqueda. Es una esperanza vana, irracional, adictiva, en la cual la única satisfacción posible será la propia búsqueda. Que no es poco.
La otra aspiración, que apunta al libro entendido como objeto, puede perfectamente despreciar el contenido de éste, pues se ve recompensada por la vista, el tacto y, para algunos, el olfato. Quien entienda este fetichismo como algo secundario, como el premio de consolación al descubrimiento frustrado, está olvidando la fascinación que el libro despierta entre muchos hombres, incluso entre aquellos que ni se han planteado la posibilidad de leerlos.
Vida de Chessman fue un descubrimiento.
El texto, que no es gran cosa, es interesante por su contenido social. El intento de explicar los actos delictivos de un criminal sentenciado a muerte a partir de su biografía. Un lugar común, al fin y al cabo, pero que recuerda que, no hace mucho, los intereses de la gente menos preparada (se trata de una especie de folletín popular) no implicaban la saturación mental mediante tramas enrevesadas con secretos dentro de secretos (barrocos siempre, pero bastante simples al final) o el morbo sin límites. Y que podían estar dirigidos, en cambio, hacia la vida de una persona desgraciada pero real, y a la tragedia que le rodea.
Pero es que esta edición, publicada por Ediciones Rodegar (?), tenía algo del alma que contienen los trabajos de dos de los mejores ejemplos del diseño americano. Saul Bass y Paul Rand. Aunque sin el colorido de éstos (el diseño en España, hasta los años ochenta, aún cuando tiene color, parece estar apagado y siempre a un paso de lo rancio), hay algo fundamental que comparte con ellos. Entre otras cosas porque este libro es del año 1962 y, para entonces, Bass y Rand ya habían creado escuela, sobre todo el primero gracias al cine.
Ese algo fundamental es su dependencia de las formas matissianas. Mientras que los herederos de la Bauhaus y el constructivismo han tendido siempre hacia la abstracción de la forma pura, pudiendo ir de la mano con todos los que aprendieron del Dadá (los caracteres tipográficos no son otra cosa que cuerpos geométricos), la llamada corriente modernista, en diseño, le debe a Matisse más que a nadie. Simplificación de las formas y su construcción a partir de recortes, algo que con el tiempo, esta portada es un ejemplo de ello, se acabaría aplicando también a la tipografía, que deja, por eso mismo, de serlo. Así, al igual que a la composición con cuerpos geométricos corresponde una determinada composición tipográfica, estos diseños de recortable  acabarían exigiendo unos caracteres más sueltos, más irregulares. Pero no al estilo de David Carson o de la tipografía Beowolf, que no representan más que el error de la máquina admirado como algo bello. Al contrario, es el trabajo de la mano el que queda expuesto en los trabajos modernistas, por más que en ocasiones esté falseado.
Y es esa presencia de la mano la que le daba calidez entre los muchos cientos de libros de la librería. La que hacía que pareciese haberte estado esperando para que te lo llevases, no por bueno ni por espectacular ni por lujoso. Sino porque son los errores del hombre lo que hace a sus objetos humanos.

lunes, 19 de enero de 2009

jueves, 23 de octubre de 2008

Por Júpiter, por favor


En primer lugar, dar las gracias a Manolo Jiménez Malo por la fotografía de este hermoso sello de una tienda ya desaparecida de pararrayos, como su propio nombre indica.
Antes de pasar a comentar el nombre, sin duda lo más importante para esta empresa, mucho más que la propia imagen, señalar la curiosa relación que existe en el diseño popular entre las instalaciones eléctricas y todo lo que las rodea y las tipografías stencil. No sé a qué se debe, pero tenemos ya una buena colección de fotografías de contadores de la luz, de algunos rótulos de ferreterías... en los que así sucede. Por cierto que también desconozco cómo se llama lo que vemos en la imagen, el nombre pintado en la pared a un lado del propio local, por eso uso indistintamente rótulo y sello.
Hace poco, Fernando Beltrán (para quien no lo sepa se dedica a dar nombre a las empresas, tarea que ha guardado para sí una denominación inglesa que en español suena fatal: naming), recomendaba no nombrar nada con juegos de palabras, pues aunque en un principio pueda tener gracia, ésta se acaba y, al final, puede acabar pesando. No dudo de que en ocasiones esto pueda ser así pero, desde luego, no es este el caso. Y, si no me equivoco, esto se debe a la naturalidad y la facilidad con la que se accede a la doble lectura de la construcción. Un chiste tan tonto como este, que parece sacado de Mortadelo y Filemón, o de Superlópez (en En el pais de los juegos el tuerto es el rey había algo parecido: -¿Décimos, señor? -Nosotros decimos que no. Es una tontería y es infantil, pero es gracioso), es efectivo y duradero precisamente porque es inocente. Supongo que a lo que hacía referencia el señor Beltrán, es a los chistecillos supuestamente inteligentes con los que nos regalan el oído tan frecuentemente los diseñadores. Con más pretensiones, éstos se esmeran en crear algo trivial a primera vista, que de inmediato revelará su doble intención (en esencia así funcionan todos los chistes, como, sin ir más lejos el que estamos comentando), pero, al tiempo, nos quieren señalar el esfuerzo que ha costado crearlo. El trabajo de investigación y conceptualización que lleva detrás, dirían ellos. La gracia del pararrayos Júpiter es que, haya costado lo que haya costado hacerlo, el resultado es natural. Mientras que para los más torpes de entre los diseñadores actuales lo fundamental es enseñarnos su papel, descorriendo el telón de la naturalidad cotidiana al afirmarse como creadores.
Esta forma de actuar es típica de otros dos tipos de personas que, por cierto, tienen más de un rasgo en común con ellos: el artista contemporáneo que, incapaz de que su pieza (en cualquiera de las artes) explique nada por sí sola, ha de acompañar su obra de inmensos textos explicativos; y el gracioso que, en vez de dejarte rumiar el chiste tranquilo, pretende explicártelo una vez te has reído. O, en el peor de los casos, para que te rías de una vez por todas.

martes, 14 de octubre de 2008

viernes, 3 de octubre de 2008

Japón existe




Hace un par de entradas, se hacía referencia al diseño japonés como traba a la hora de valorar, en su justa medida, los trabajos que nos llegan desde China. Démonos, aun así, el placer de admirar ahora este diccionario de español-japonés que compré hace ya años en la feria del libro antiguo de Recoletos. Más adelante, colgaré alguna foto del interior, porque es también bastante especial. De momento, valga este adelanto.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

martes, 16 de septiembre de 2008

Decápodos de la China




Lo entiendo. Juro que lo entiendo. Comprendo y comparto la pasión que despierta el diseño japonés en occidente. Al fin y al cabo están en la onda y hacen mucho de lo que aquí se considera bueno con un espíritu más fino y acertado; en realidad, las más de las veces, ellos son la onda. Pero la finura japonesa no puede oscurecernos el juicio haciéndonos olvidar que en China también se hacen cosas bellísimas, incluso para nimiedades como un paquete de pan de gamba preparado como el que se puede ver más arriba. Y es que muchas veces abandonamos nuestro gusto a las condiciones del lugar donde encontramos los objetos, nos dejamos llevar por el sitio, por lo que rodea a una cosa para decidir si es bueno o malo. Cambiemos los caracteres de la caja y veámoslos ahora como si fueran japoneses, pensemos en un agradable expositor, delicado y limpio de formas de una tienda de productos nipones y no en los chinos cutres de la Plaza de San Ildefonso en Madrid donde compré esta caja. ¿No vemos este diseño con otros ojos? Seguro. Incluso, ahora, lo estaríamos sobrevalorando. Lo cierto es que no abríamos mejorado mucho, pues habríamos cambiado un prejuicio por otro.
Y es que el diseño chino nos ayuda a responder a una pregunta que nos acecha cada vez que hablamos de las maravillas del diseño popular, del diseño de oficio, que es: puesto que la gran mayoría de lo que vemos en la calle es una mierda (cierto), ¿no estamos siendo algo pretenciosos al valorarlo tan positivamente por unos pocos ejemplos que, además, son difíciles de encontrar? Tengo que reconocer que esta duda nos la planteamos cuando nos decidimos a comenzar con el blog, y que no fue hasta más tarde que creí poder solucionarla de alguna manera. Efectivamente, mucho de lo que se hace y se ha hecho en el diseño popular es malo (la mayoría), pero es que también la gran mayoría de lo que se hace y se ha hecho en el diseño con mayúsculas, no sabría como llamarlo, la verdad, es horroroso, y debe ser juzgado aún con más severidad, ya que tiene unas pretensiones y goza de un prestigio de los que el otro carece. La excelencia es minoritaria.
Entre los tarros y paquetes recargados, con dorados imposibles, fotografías de grasientos platos precocinados y colores chillones, que parecían convencerte de que no habría nada realmente bueno, de que buscar la belleza de lo cotidiano es inútil, este paquete se mantenía con una dignidad que merecía ser apreciada. Hic Rhodhus, hic salta.

Bretch como manifiesto

De todos los objetos, los que más amo son los usados. Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados, los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera han sido cogidos por muchas manos. Estas son las formas que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas, desgastadas de haber sido pisadas tantas veces, esas losas entre las que crece la hierba me parecen objetos felices. Impregnado del uso de muchos, a menudo transformados, han ido perfeccionando sus formas, y se han hecho preciosos porque han sido apreciados muchas veces. Me gustan incluso los fragmentos de esculturas con brazos cortados. Vivieron también para mí. Cayeron porque fueron trasladadas; si las derribaron fue porque no estaban muy altas. Las construcciones casi en ruinas parecen proyectos sin acabar, grandiosos; sus bellas medidas pueden ya imaginarse, pero aún necesitan nuestra comprensión. Y, además, ya sirvieron, ya fueron superadas incluso. Todas estas cosas me hacen feliz.

De todos los objetos, Bertolt brecht.

domingo, 7 de septiembre de 2008

La horma de su zapato



Parece increíble que en los exhaustivos volúmenes de Phaidon Press, Phaidon design classic, donde se han recopilado cientos de objetos fundamentales de la vida cotidiana, desde la pinza de la ropa al clip, no se dé cuenta de algo tan necesario como es la horma de zapato. Por contra, en esta pequeña zapatería de Roma hacían alarde de su utilidad y belleza, dedicando una pared entera de su local al objeto que hace posible, en principio, todo su trabajo.
Actualmente, cuando uno visita el lugar de trabajo de algún oficio, no puede por más que fijarse en lo anodino del sitio que se le muestra. El trabajo es sucio, y se busca ocultarlo de la mirada del visitante o cliente, que sólo se hace una idea de lo que allí se hace por lo que diga el rótulo de la puerta, o por lo que otros le hayan asegurado que allí se hace. La uniformización a la que tienden los trabajos manuales entre sí y, al mismo tiempo, con los productos de las grandes fábricas e industrias que deterioran su saber hacer y sus resultados, tiene su reflejo en la ocultación del lugar de trabajo real y sus herramientas. Adiós a las paredes repletas de herramientas de las carpinterías, con el dibujo silueteado de cada una de ellas para recordar su ubicación. Adiós al olor a betún y caucho de las zapaterías. Al olor del horno que acompaña al del pan en las panaderías, pues la gran mayoría ya ni siquiera hornea. Al serrín de las guitarrerías... Ya sólo veremos sus oficinas y puntos de venta, todas iguales: mismo ordenador, misma mesa, mismo papel, iguales sillas y sillones, etc...; el más descarriado quizá mantenga del pasado uno de esos horribles cubrerradiadores que harán al visitante sentirse un poco más en casa, un poco menos en lo mismo. Pero será sólo un momento, porque en seguida todo volverá a la normalidad, y ahí es cuando nos damos cuenta: la razón de que ya no tenga sentido plantearse la diferencia entre el producto de la gran superficie y el de la tienda pequeña, es la degradación a la que se ha sometido al trabajo en las segundas y, puestos a escoger, es lógico decidirse por el más barato (el que tiene precios más competitivos, como tenemos que decir ahora).
Es por eso que resulta tan excitante encontrar realidades prácticamente extintas como ésta. Porque ya no es tan común descubrir sitios (se nos ocurren pocos ejemplos más en los que sobrevivan cosas parecidas, sin duda, los mercados tradicionales) en los que no sea la cantidad la que marque la diferencia.

lunes, 18 de agosto de 2008

Polvorín de las rebolledas




En principio, la idea no puede ser más tonta. Una parte superior de fondo rojo donde, únicamente, pone el nombre del producto en una tipografía sin trabajar, sin pretensiones de logotipo, que sólo señala lo que se está vendiendo (esta intención de resaltar lo evidente se ve de forma aún más clara en la tapa superior del producto, en donde, en letras mayúsculas, se lee: contiene guindillas). Y una parte inferior en blanco, lugar en el que, incompletas, hacen su aparición las guindillas laterales. Para separar ambas zonas, se han utilizado tres franjas verdes que disminuyen en anchura, siendo más grande la de arriba e inferior la que se encuentra por debajo. Completa el frente un agujero que, sin entender de zonas, deja al descubierto el contenido de la caja (contiene guindillas).
Pero La especiera del norte nos enseña que lo principal del diseño de un producto no tiene porqué estar siempre de cara al público. Por contra, al contrario que la gran mayoría de sus competidoras en los supermercados que asaltan al comprador llenando sus productos con imágenes chillonas o composiciones imposibles, esta empresa burgalesa propone una limpieza frontal que insinúa lo que nos espera en los laterales.
Los dibujos de las guindillas recuerdan al estilo de las famosas escenas satíricas que se repartían como hojas volantes durante las guerras de religión posteriores a la Reforma (s.XVI). Un trazo grueso exterior, que deja los cuerpos completamente cerrados, y líneas interiores, de sombreado, más débiles e inseguras. Rellenándolas, además, con color, utilizando para ello los tonos frontales.
Para terminar, encima de las guindillas encontramos una especie de logotipo de La especiera del norte pero, teniendo en cuenta lo poco que se parece a los logotipos al uso (incluso a los peores) en los que se intenta que tipografía e imagen queden, de alguna forma, conectados, no se sabe qué pensar: ¿fue fortuita la elección de los elementos o existe una voluntad de originalidad para distinguirse del resto?.
En cualquiera de los casos, ¿qué sería más admirable?

jueves, 14 de agosto de 2008

viernes, 8 de agosto de 2008

Apaguen sus cigarrillos




Cuando hace unos años quitaron las zonas de fumadores en los restaurantes estadounidenses, no sólo se esfumó el tabaco, con él se fueron sus necesarios acompañantes. Pocas tareas se pueden encontrar tan bajas para un objeto como la de servir para apagar y abandonar las colillas; sólo se me ocurre la escupidera, porque incluso el bidé tiene una cierta categoría higiénico sanitaria. Sin embargo, como queriendo quitarle importancia al asunto, el cenicero ha sido algo a lo que se le ha prestado una gran atención estética: ya que tenía que estar ahí, no se perdía nada haciéndolo hermoso.
Y viendo el refinamiento que se alcanzó con esta muestra, parecen echarse de menos los días de comida y humo.

De capitulares y otros excesos




Esta edición del Rubaiyat (Ruba`iyyat) de Omar Jayyam, fue publicada en 1942, en la colección de libros Classics Club (Nueva York). Sólo hay tres de estas capitulares a lo largo del libro, pero es más que suficiente. El resto de esta fuente de inspiración árabe puede verse en otras páginas, puesto que es la utilizada para titular las distintas partes del poemario.
Ampliando la primera de las tres fotografías se observa que la otra típografía, la del texto corrido, aún no siendo tan llamativa, es también bastante particular. Con un ojo medio generoso y unos remates cortos y gruesos, al tiempo que no terminados en punta, hace pensar en una Garamond que asistiese con frecuencia al gimnasio.

El gusto marcial



Resulta chocante la fascinación que despierta toda la parafernalia militar en tiempos de paz. Cómo la moda la trivializa extendiéndola a todos los ambientes, desde el zurrón de guardar granadas, al estampado militar (pasando por la tecnología bélica), difuminando su contenido real para adaptarla al consumo cotidiano de la vida civil.
Este gorro, insignia del ejército rojo durante la guerra civil rusa (1918-1922), por contra, es uno de los pocos ejemplos en los que el proceso parece haberse producido al revés. Es un objeto marciano, más propio de las pasarelas que de los desfiles y demás demostraciones de poder, y es quizá por ello por lo que no ha tenido una larga vida ni en los cuarteles ni fuera de ellos. Un objeto extraño a todos, si exceptuamos a los nostálgicos de glorias pasadas.
En cuanto a sus características, el pliegue que asciende a los laterales se convierte, como es fácil imaginar, en unas orejeras que pueden cerrarse a la altura de la barbilla, dejando toda la cara, a excepción de los ojos a resguardo del frío. Su particular acabado en punta también persigue el mismo objetivo, ya que crea un espacio de más tamaño sobre la cabeza donde se acumula mayor cantidad de calor que en otros gorros más ceñidos a la cabeza. Algo muy útil si tenemos en cuenta que está diseñado para evitar el frío enorme al que se enfrentaban las tropas en Rusia y que, en un tiempo de escasez total, no podían permitirse tejidos más cálidos que el fieltro con el que era fabricado.

jueves, 7 de agosto de 2008

Ocho, Cincuenta y Siete




Es evidente que a todos nos gustaría tener un despertador que, como aquellos inventos del tebeo (véase rube goldberg machines, pitagora suichi, the way things go o espontáneos anónimos del youtube) fuese capaz de golpear una canica que caiga en una balanza que accione un mecanismo que mueva una cuerda que llegue hasta la cocina [...] en donde un intrincado sistema de hilos y poleas se ponga en funcionamiento para que cuando arrastremos nuestros soñolientos pies hasta allí nos esté esperando un delicioso desayuno: zumo de naranja, tostadas calientes y café recién hecho.
Para los infelices que no disponemos de semejante artilugio, el despertador es un objeto perenne en la mesilla de noche con una única y específica función. Bueno, quizás dos: ver la hora a la que nos acostamos e (intentar) elegir a la que nos despertaremos. La sencillez del modelo DQ-500F de Casio me parece admirable, sobre todo dentro de un género dominado por mamotretos con politonos personalizables, enormes pantallas con números en rojo y, por encima de todo, el color negro. Éste tiene una curiosa forma de prisma triangular con los bordes redondeados, combinando el negro del logo con amarillo pálido (no se si en origen o por el uso) y blanco. Me gusta cómo el logo queda equilibrado con el boton de la luz (arriba) y el pequeño altavoz con el resto de botones (abajo), dándole un aspecto limpio a la vez que que sólido. Su manejo es bien sencillo, habiéndose reducido todo el artilugio a tres interruptores. Dos circulares
- en plástico blando y unidos- : horas (H) y minutos (M), y otro de forma cuadrada que se mueve horizontalmente, permitiendo ajustar tanto la hora como la alarma.
Un diseño en el que el eufemismo "agradable" deja de serlo para un objeto que es todo lo contrario: cruel por naturaleza.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Reservado el derecho de admisión



En lo que a adecuación entre forma y contenido se refiere (el contenido en este caso son los clientes del local), el rótulo de este "bar de caballeros" (es curioso que bar de caballeros y de señoritas signifique lo mismo) de la calle López de Hoyos, funciona de un modo un tanto peculiar.
El Anthology es uno de esos lugares que, aunque aspiraron a acertar con la onda del momento en que se abrieron, no sólo no lo consiguieron, sino que, precisamente por ello, ganaron un fuerte aire a rancio que aún hoy conservan. Estos lugares, que pueden encontrarse a cientos en cualquier ciudad normal, fallaron a la hora de recoger el estilo más moderno de su época pero, sin duda, además de ser muy representativos de su tiempo, gracias a no dar en el clavo, dieron realmente en el clavo.
Expliquémonos. Si el carácter rancio lo obtienen al no alcanzar una modernidad que consideraron necesaria, entre otras cosas, para atraer mayor clientela, por lo general, la única clientela a la que estos locales suelen atraer, acostumbra a ser igual de rancia y sórdida que ellos y, en definitiva, se habrían sentido menos afines si estos bares hubiesen sido auténticamente modernos.
Por último, no cabe duda de que viendo los niveles de fealdad que estos sitios, por lo general, demuestran, los dueños del Anthology pueden estar satisfechos de no ser de los peores. Además, el que el nombre no ocupe toda su marquesina, sino que tenga una distribución asimétrica con un mayor peso compositivo sobre la puerta, y el que el luminoso se complete con esas bandas horizontales de distintos colores, hacen que el rótulo del Anthology goce de un cierto encanto.
(Para incrédulos: unos números más arriba, en la misma manzana, encontramos otro bar de las mismas características que incluso tiene un toldo abovedado. Cualquier comparación entre ambos sería injusta y gratuita)

martes, 5 de agosto de 2008

Pasteles y tipografía



Aunque el trabajo de Duchamp y Warhol haya ayudado a apreciar en su justa medida diferentes productos de lo que hemos venido llamando diseño de oficio, normalmente se ha hecho desde la admiración de la pieza como obra de arte. No es este el sitio para discutir las razones que llevaron a esos artistas a hacer lo que hicieron pero, aunque evidentemente éstas no incluían la valoración del diseñador de la pala quitanieves, o del envase de Brillo, o el de las sopas Campbell, o del modelo x de un urinario escogido en el catálogo de una empresa cualquiera, está claro que nos dieron la oportunidad de mirar con otros ojos esos trabajos.
Quizá, la razón de que, por lo general, no se aprecien las cosas cotidianas, es que se delega esa tarea en individuos socialmente aceptados para ello. Es decir, en una especie de notarios del gusto. Y no hay nada más ajeno al diseño popular que el que lo juzgue uno que no tiene porqué haberse relacionado con él en su vida diaria. Por un lado, el diseño de oficio, como todo diseño, no respeta las normas del arte, pero es que, por lo general, ni siquiera respeta las normas del diseño elevado.
Es una norma comúnmente aceptada, que las tipografías no se deforman. Pierden legibilidad, supone estropear el trabajo del tipógrafo y, por supuesto, porque no se debe "intentar convertir la letra en una imagen, la letra ya es una imagen" (como Enric Jardí en sus mandamientos). Es comprensible que esta postura es más bien defensiva y pretende, más que nada, cuidar el trato que se da al noble trabajo de la tipografía. Pero fijándonos en concreto en este sobre de levadura royal, no podemos más que llevarle la contraria al tipógrafo catalán (y con él a la gran mayoría del gremio). Si el cuidar la tipografía nos obliga, en cualquier momento, a perder trabajos como éste, entonces, aquélla tendrá que cuidarse sola. La respuesta que casi todos los tipógrafos contestarían de inmediato sería que esa norma sólo es aplicable al texto corrido, y no a logotipos ni carteles (éso sólo en algunos casos). ¿Pero a quién piensan que se le va a ocurrir deformar un cuerpo de texto? Casi con toda seguridad, a nadie, por tanto,aunque la norma sea correcta, es más bien absurda, pues no tiene campo en el que aplicarse.
Hay, además de la tipografía, otras dos cosas que me fascinan de este sobre. Una son sus colores, que son de una pureza extraordinaria. Y, la otra, es el dibujo que se repite dentro del dibujo, una vez y otra... Ese gusto para recoger algunos de los recursos que despiertan los placeres más infantiles del público sin resultar cargante, es envidiable.

sábado, 2 de agosto de 2008

A desalambrar




Algunos discos tienen mejores portadas de las que se merecen y otros, en cambio, al ser muy buenos han conseguido que su portada fuese, con los años, más valorada de lo que debería. En el que nos ocupa, Canciones para mi América (1968) de Daniel Viglietti (quien, perteneciendo a la gran generación de músicos latinoamericanos de los sesenta, ha sido, por desgracia, mucho peor tratado por el paso del tiempo), no se trata de ninguno de esos casos. Canciones... prometía con su portada ser un gran disco, y no cabe duda de que lo era.
El grabado que ilustra la portada fortalece, junto con la tipografía stencil empleada, el espíritu del disco. En este sentido, creemos que es impecable la relación entre contenido y forma pues, en un tiempo de combatibidad generalizada en América Latina, con unos músicos socialmente activos, esta portada condensa el ambiente en el que nace el álbum sin los lugares comunes de los puños levantados, las guadañas al aire o los rotros afligidos.