jueves, 23 de octubre de 2008

Por Júpiter, por favor


En primer lugar, dar las gracias a Manolo Jiménez Malo por la fotografía de este hermoso sello de una tienda ya desaparecida de pararrayos, como su propio nombre indica.
Antes de pasar a comentar el nombre, sin duda lo más importante para esta empresa, mucho más que la propia imagen, señalar la curiosa relación que existe en el diseño popular entre las instalaciones eléctricas y todo lo que las rodea y las tipografías stencil. No sé a qué se debe, pero tenemos ya una buena colección de fotografías de contadores de la luz, de algunos rótulos de ferreterías... en los que así sucede. Por cierto que también desconozco cómo se llama lo que vemos en la imagen, el nombre pintado en la pared a un lado del propio local, por eso uso indistintamente rótulo y sello.
Hace poco, Fernando Beltrán (para quien no lo sepa se dedica a dar nombre a las empresas, tarea que ha guardado para sí una denominación inglesa que en español suena fatal: naming), recomendaba no nombrar nada con juegos de palabras, pues aunque en un principio pueda tener gracia, ésta se acaba y, al final, puede acabar pesando. No dudo de que en ocasiones esto pueda ser así pero, desde luego, no es este el caso. Y, si no me equivoco, esto se debe a la naturalidad y la facilidad con la que se accede a la doble lectura de la construcción. Un chiste tan tonto como este, que parece sacado de Mortadelo y Filemón, o de Superlópez (en En el pais de los juegos el tuerto es el rey había algo parecido: -¿Décimos, señor? -Nosotros decimos que no. Es una tontería y es infantil, pero es gracioso), es efectivo y duradero precisamente porque es inocente. Supongo que a lo que hacía referencia el señor Beltrán, es a los chistecillos supuestamente inteligentes con los que nos regalan el oído tan frecuentemente los diseñadores. Con más pretensiones, éstos se esmeran en crear algo trivial a primera vista, que de inmediato revelará su doble intención (en esencia así funcionan todos los chistes, como, sin ir más lejos el que estamos comentando), pero, al tiempo, nos quieren señalar el esfuerzo que ha costado crearlo. El trabajo de investigación y conceptualización que lleva detrás, dirían ellos. La gracia del pararrayos Júpiter es que, haya costado lo que haya costado hacerlo, el resultado es natural. Mientras que para los más torpes de entre los diseñadores actuales lo fundamental es enseñarnos su papel, descorriendo el telón de la naturalidad cotidiana al afirmarse como creadores.
Esta forma de actuar es típica de otros dos tipos de personas que, por cierto, tienen más de un rasgo en común con ellos: el artista contemporáneo que, incapaz de que su pieza (en cualquiera de las artes) explique nada por sí sola, ha de acompañar su obra de inmensos textos explicativos; y el gracioso que, en vez de dejarte rumiar el chiste tranquilo, pretende explicártelo una vez te has reído. O, en el peor de los casos, para que te rías de una vez por todas.

martes, 14 de octubre de 2008

viernes, 3 de octubre de 2008

Japón existe




Hace un par de entradas, se hacía referencia al diseño japonés como traba a la hora de valorar, en su justa medida, los trabajos que nos llegan desde China. Démonos, aun así, el placer de admirar ahora este diccionario de español-japonés que compré hace ya años en la feria del libro antiguo de Recoletos. Más adelante, colgaré alguna foto del interior, porque es también bastante especial. De momento, valga este adelanto.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

martes, 16 de septiembre de 2008

Decápodos de la China




Lo entiendo. Juro que lo entiendo. Comprendo y comparto la pasión que despierta el diseño japonés en occidente. Al fin y al cabo están en la onda y hacen mucho de lo que aquí se considera bueno con un espíritu más fino y acertado; en realidad, las más de las veces, ellos son la onda. Pero la finura japonesa no puede oscurecernos el juicio haciéndonos olvidar que en China también se hacen cosas bellísimas, incluso para nimiedades como un paquete de pan de gamba preparado como el que se puede ver más arriba. Y es que muchas veces abandonamos nuestro gusto a las condiciones del lugar donde encontramos los objetos, nos dejamos llevar por el sitio, por lo que rodea a una cosa para decidir si es bueno o malo. Cambiemos los caracteres de la caja y veámoslos ahora como si fueran japoneses, pensemos en un agradable expositor, delicado y limpio de formas de una tienda de productos nipones y no en los chinos cutres de la Plaza de San Ildefonso en Madrid donde compré esta caja. ¿No vemos este diseño con otros ojos? Seguro. Incluso, ahora, lo estaríamos sobrevalorando. Lo cierto es que no abríamos mejorado mucho, pues habríamos cambiado un prejuicio por otro.
Y es que el diseño chino nos ayuda a responder a una pregunta que nos acecha cada vez que hablamos de las maravillas del diseño popular, del diseño de oficio, que es: puesto que la gran mayoría de lo que vemos en la calle es una mierda (cierto), ¿no estamos siendo algo pretenciosos al valorarlo tan positivamente por unos pocos ejemplos que, además, son difíciles de encontrar? Tengo que reconocer que esta duda nos la planteamos cuando nos decidimos a comenzar con el blog, y que no fue hasta más tarde que creí poder solucionarla de alguna manera. Efectivamente, mucho de lo que se hace y se ha hecho en el diseño popular es malo (la mayoría), pero es que también la gran mayoría de lo que se hace y se ha hecho en el diseño con mayúsculas, no sabría como llamarlo, la verdad, es horroroso, y debe ser juzgado aún con más severidad, ya que tiene unas pretensiones y goza de un prestigio de los que el otro carece. La excelencia es minoritaria.
Entre los tarros y paquetes recargados, con dorados imposibles, fotografías de grasientos platos precocinados y colores chillones, que parecían convencerte de que no habría nada realmente bueno, de que buscar la belleza de lo cotidiano es inútil, este paquete se mantenía con una dignidad que merecía ser apreciada. Hic Rhodhus, hic salta.

Bretch como manifiesto

De todos los objetos, los que más amo son los usados. Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados, los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera han sido cogidos por muchas manos. Estas son las formas que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas, desgastadas de haber sido pisadas tantas veces, esas losas entre las que crece la hierba me parecen objetos felices. Impregnado del uso de muchos, a menudo transformados, han ido perfeccionando sus formas, y se han hecho preciosos porque han sido apreciados muchas veces. Me gustan incluso los fragmentos de esculturas con brazos cortados. Vivieron también para mí. Cayeron porque fueron trasladadas; si las derribaron fue porque no estaban muy altas. Las construcciones casi en ruinas parecen proyectos sin acabar, grandiosos; sus bellas medidas pueden ya imaginarse, pero aún necesitan nuestra comprensión. Y, además, ya sirvieron, ya fueron superadas incluso. Todas estas cosas me hacen feliz.

De todos los objetos, Bertolt brecht.

domingo, 7 de septiembre de 2008

La horma de su zapato



Parece increíble que en los exhaustivos volúmenes de Phaidon Press, Phaidon design classic, donde se han recopilado cientos de objetos fundamentales de la vida cotidiana, desde la pinza de la ropa al clip, no se dé cuenta de algo tan necesario como es la horma de zapato. Por contra, en esta pequeña zapatería de Roma hacían alarde de su utilidad y belleza, dedicando una pared entera de su local al objeto que hace posible, en principio, todo su trabajo.
Actualmente, cuando uno visita el lugar de trabajo de algún oficio, no puede por más que fijarse en lo anodino del sitio que se le muestra. El trabajo es sucio, y se busca ocultarlo de la mirada del visitante o cliente, que sólo se hace una idea de lo que allí se hace por lo que diga el rótulo de la puerta, o por lo que otros le hayan asegurado que allí se hace. La uniformización a la que tienden los trabajos manuales entre sí y, al mismo tiempo, con los productos de las grandes fábricas e industrias que deterioran su saber hacer y sus resultados, tiene su reflejo en la ocultación del lugar de trabajo real y sus herramientas. Adiós a las paredes repletas de herramientas de las carpinterías, con el dibujo silueteado de cada una de ellas para recordar su ubicación. Adiós al olor a betún y caucho de las zapaterías. Al olor del horno que acompaña al del pan en las panaderías, pues la gran mayoría ya ni siquiera hornea. Al serrín de las guitarrerías... Ya sólo veremos sus oficinas y puntos de venta, todas iguales: mismo ordenador, misma mesa, mismo papel, iguales sillas y sillones, etc...; el más descarriado quizá mantenga del pasado uno de esos horribles cubrerradiadores que harán al visitante sentirse un poco más en casa, un poco menos en lo mismo. Pero será sólo un momento, porque en seguida todo volverá a la normalidad, y ahí es cuando nos damos cuenta: la razón de que ya no tenga sentido plantearse la diferencia entre el producto de la gran superficie y el de la tienda pequeña, es la degradación a la que se ha sometido al trabajo en las segundas y, puestos a escoger, es lógico decidirse por el más barato (el que tiene precios más competitivos, como tenemos que decir ahora).
Es por eso que resulta tan excitante encontrar realidades prácticamente extintas como ésta. Porque ya no es tan común descubrir sitios (se nos ocurren pocos ejemplos más en los que sobrevivan cosas parecidas, sin duda, los mercados tradicionales) en los que no sea la cantidad la que marque la diferencia.

lunes, 18 de agosto de 2008

Polvorín de las rebolledas




En principio, la idea no puede ser más tonta. Una parte superior de fondo rojo donde, únicamente, pone el nombre del producto en una tipografía sin trabajar, sin pretensiones de logotipo, que sólo señala lo que se está vendiendo (esta intención de resaltar lo evidente se ve de forma aún más clara en la tapa superior del producto, en donde, en letras mayúsculas, se lee: contiene guindillas). Y una parte inferior en blanco, lugar en el que, incompletas, hacen su aparición las guindillas laterales. Para separar ambas zonas, se han utilizado tres franjas verdes que disminuyen en anchura, siendo más grande la de arriba e inferior la que se encuentra por debajo. Completa el frente un agujero que, sin entender de zonas, deja al descubierto el contenido de la caja (contiene guindillas).
Pero La especiera del norte nos enseña que lo principal del diseño de un producto no tiene porqué estar siempre de cara al público. Por contra, al contrario que la gran mayoría de sus competidoras en los supermercados que asaltan al comprador llenando sus productos con imágenes chillonas o composiciones imposibles, esta empresa burgalesa propone una limpieza frontal que insinúa lo que nos espera en los laterales.
Los dibujos de las guindillas recuerdan al estilo de las famosas escenas satíricas que se repartían como hojas volantes durante las guerras de religión posteriores a la Reforma (s.XVI). Un trazo grueso exterior, que deja los cuerpos completamente cerrados, y líneas interiores, de sombreado, más débiles e inseguras. Rellenándolas, además, con color, utilizando para ello los tonos frontales.
Para terminar, encima de las guindillas encontramos una especie de logotipo de La especiera del norte pero, teniendo en cuenta lo poco que se parece a los logotipos al uso (incluso a los peores) en los que se intenta que tipografía e imagen queden, de alguna forma, conectados, no se sabe qué pensar: ¿fue fortuita la elección de los elementos o existe una voluntad de originalidad para distinguirse del resto?.
En cualquiera de los casos, ¿qué sería más admirable?

jueves, 14 de agosto de 2008

viernes, 8 de agosto de 2008

Apaguen sus cigarrillos




Cuando hace unos años quitaron las zonas de fumadores en los restaurantes estadounidenses, no sólo se esfumó el tabaco, con él se fueron sus necesarios acompañantes. Pocas tareas se pueden encontrar tan bajas para un objeto como la de servir para apagar y abandonar las colillas; sólo se me ocurre la escupidera, porque incluso el bidé tiene una cierta categoría higiénico sanitaria. Sin embargo, como queriendo quitarle importancia al asunto, el cenicero ha sido algo a lo que se le ha prestado una gran atención estética: ya que tenía que estar ahí, no se perdía nada haciéndolo hermoso.
Y viendo el refinamiento que se alcanzó con esta muestra, parecen echarse de menos los días de comida y humo.

De capitulares y otros excesos




Esta edición del Rubaiyat (Ruba`iyyat) de Omar Jayyam, fue publicada en 1942, en la colección de libros Classics Club (Nueva York). Sólo hay tres de estas capitulares a lo largo del libro, pero es más que suficiente. El resto de esta fuente de inspiración árabe puede verse en otras páginas, puesto que es la utilizada para titular las distintas partes del poemario.
Ampliando la primera de las tres fotografías se observa que la otra típografía, la del texto corrido, aún no siendo tan llamativa, es también bastante particular. Con un ojo medio generoso y unos remates cortos y gruesos, al tiempo que no terminados en punta, hace pensar en una Garamond que asistiese con frecuencia al gimnasio.

El gusto marcial



Resulta chocante la fascinación que despierta toda la parafernalia militar en tiempos de paz. Cómo la moda la trivializa extendiéndola a todos los ambientes, desde el zurrón de guardar granadas, al estampado militar (pasando por la tecnología bélica), difuminando su contenido real para adaptarla al consumo cotidiano de la vida civil.
Este gorro, insignia del ejército rojo durante la guerra civil rusa (1918-1922), por contra, es uno de los pocos ejemplos en los que el proceso parece haberse producido al revés. Es un objeto marciano, más propio de las pasarelas que de los desfiles y demás demostraciones de poder, y es quizá por ello por lo que no ha tenido una larga vida ni en los cuarteles ni fuera de ellos. Un objeto extraño a todos, si exceptuamos a los nostálgicos de glorias pasadas.
En cuanto a sus características, el pliegue que asciende a los laterales se convierte, como es fácil imaginar, en unas orejeras que pueden cerrarse a la altura de la barbilla, dejando toda la cara, a excepción de los ojos a resguardo del frío. Su particular acabado en punta también persigue el mismo objetivo, ya que crea un espacio de más tamaño sobre la cabeza donde se acumula mayor cantidad de calor que en otros gorros más ceñidos a la cabeza. Algo muy útil si tenemos en cuenta que está diseñado para evitar el frío enorme al que se enfrentaban las tropas en Rusia y que, en un tiempo de escasez total, no podían permitirse tejidos más cálidos que el fieltro con el que era fabricado.

jueves, 7 de agosto de 2008

Ocho, Cincuenta y Siete




Es evidente que a todos nos gustaría tener un despertador que, como aquellos inventos del tebeo (véase rube goldberg machines, pitagora suichi, the way things go o espontáneos anónimos del youtube) fuese capaz de golpear una canica que caiga en una balanza que accione un mecanismo que mueva una cuerda que llegue hasta la cocina [...] en donde un intrincado sistema de hilos y poleas se ponga en funcionamiento para que cuando arrastremos nuestros soñolientos pies hasta allí nos esté esperando un delicioso desayuno: zumo de naranja, tostadas calientes y café recién hecho.
Para los infelices que no disponemos de semejante artilugio, el despertador es un objeto perenne en la mesilla de noche con una única y específica función. Bueno, quizás dos: ver la hora a la que nos acostamos e (intentar) elegir a la que nos despertaremos. La sencillez del modelo DQ-500F de Casio me parece admirable, sobre todo dentro de un género dominado por mamotretos con politonos personalizables, enormes pantallas con números en rojo y, por encima de todo, el color negro. Éste tiene una curiosa forma de prisma triangular con los bordes redondeados, combinando el negro del logo con amarillo pálido (no se si en origen o por el uso) y blanco. Me gusta cómo el logo queda equilibrado con el boton de la luz (arriba) y el pequeño altavoz con el resto de botones (abajo), dándole un aspecto limpio a la vez que que sólido. Su manejo es bien sencillo, habiéndose reducido todo el artilugio a tres interruptores. Dos circulares
- en plástico blando y unidos- : horas (H) y minutos (M), y otro de forma cuadrada que se mueve horizontalmente, permitiendo ajustar tanto la hora como la alarma.
Un diseño en el que el eufemismo "agradable" deja de serlo para un objeto que es todo lo contrario: cruel por naturaleza.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Reservado el derecho de admisión



En lo que a adecuación entre forma y contenido se refiere (el contenido en este caso son los clientes del local), el rótulo de este "bar de caballeros" (es curioso que bar de caballeros y de señoritas signifique lo mismo) de la calle López de Hoyos, funciona de un modo un tanto peculiar.
El Anthology es uno de esos lugares que, aunque aspiraron a acertar con la onda del momento en que se abrieron, no sólo no lo consiguieron, sino que, precisamente por ello, ganaron un fuerte aire a rancio que aún hoy conservan. Estos lugares, que pueden encontrarse a cientos en cualquier ciudad normal, fallaron a la hora de recoger el estilo más moderno de su época pero, sin duda, además de ser muy representativos de su tiempo, gracias a no dar en el clavo, dieron realmente en el clavo.
Expliquémonos. Si el carácter rancio lo obtienen al no alcanzar una modernidad que consideraron necesaria, entre otras cosas, para atraer mayor clientela, por lo general, la única clientela a la que estos locales suelen atraer, acostumbra a ser igual de rancia y sórdida que ellos y, en definitiva, se habrían sentido menos afines si estos bares hubiesen sido auténticamente modernos.
Por último, no cabe duda de que viendo los niveles de fealdad que estos sitios, por lo general, demuestran, los dueños del Anthology pueden estar satisfechos de no ser de los peores. Además, el que el nombre no ocupe toda su marquesina, sino que tenga una distribución asimétrica con un mayor peso compositivo sobre la puerta, y el que el luminoso se complete con esas bandas horizontales de distintos colores, hacen que el rótulo del Anthology goce de un cierto encanto.
(Para incrédulos: unos números más arriba, en la misma manzana, encontramos otro bar de las mismas características que incluso tiene un toldo abovedado. Cualquier comparación entre ambos sería injusta y gratuita)

martes, 5 de agosto de 2008

Pasteles y tipografía



Aunque el trabajo de Duchamp y Warhol haya ayudado a apreciar en su justa medida diferentes productos de lo que hemos venido llamando diseño de oficio, normalmente se ha hecho desde la admiración de la pieza como obra de arte. No es este el sitio para discutir las razones que llevaron a esos artistas a hacer lo que hicieron pero, aunque evidentemente éstas no incluían la valoración del diseñador de la pala quitanieves, o del envase de Brillo, o el de las sopas Campbell, o del modelo x de un urinario escogido en el catálogo de una empresa cualquiera, está claro que nos dieron la oportunidad de mirar con otros ojos esos trabajos.
Quizá, la razón de que, por lo general, no se aprecien las cosas cotidianas, es que se delega esa tarea en individuos socialmente aceptados para ello. Es decir, en una especie de notarios del gusto. Y no hay nada más ajeno al diseño popular que el que lo juzgue uno que no tiene porqué haberse relacionado con él en su vida diaria. Por un lado, el diseño de oficio, como todo diseño, no respeta las normas del arte, pero es que, por lo general, ni siquiera respeta las normas del diseño elevado.
Es una norma comúnmente aceptada, que las tipografías no se deforman. Pierden legibilidad, supone estropear el trabajo del tipógrafo y, por supuesto, porque no se debe "intentar convertir la letra en una imagen, la letra ya es una imagen" (como Enric Jardí en sus mandamientos). Es comprensible que esta postura es más bien defensiva y pretende, más que nada, cuidar el trato que se da al noble trabajo de la tipografía. Pero fijándonos en concreto en este sobre de levadura royal, no podemos más que llevarle la contraria al tipógrafo catalán (y con él a la gran mayoría del gremio). Si el cuidar la tipografía nos obliga, en cualquier momento, a perder trabajos como éste, entonces, aquélla tendrá que cuidarse sola. La respuesta que casi todos los tipógrafos contestarían de inmediato sería que esa norma sólo es aplicable al texto corrido, y no a logotipos ni carteles (éso sólo en algunos casos). ¿Pero a quién piensan que se le va a ocurrir deformar un cuerpo de texto? Casi con toda seguridad, a nadie, por tanto,aunque la norma sea correcta, es más bien absurda, pues no tiene campo en el que aplicarse.
Hay, además de la tipografía, otras dos cosas que me fascinan de este sobre. Una son sus colores, que son de una pureza extraordinaria. Y, la otra, es el dibujo que se repite dentro del dibujo, una vez y otra... Ese gusto para recoger algunos de los recursos que despiertan los placeres más infantiles del público sin resultar cargante, es envidiable.

sábado, 2 de agosto de 2008

A desalambrar




Algunos discos tienen mejores portadas de las que se merecen y otros, en cambio, al ser muy buenos han conseguido que su portada fuese, con los años, más valorada de lo que debería. En el que nos ocupa, Canciones para mi América (1968) de Daniel Viglietti (quien, perteneciendo a la gran generación de músicos latinoamericanos de los sesenta, ha sido, por desgracia, mucho peor tratado por el paso del tiempo), no se trata de ninguno de esos casos. Canciones... prometía con su portada ser un gran disco, y no cabe duda de que lo era.
El grabado que ilustra la portada fortalece, junto con la tipografía stencil empleada, el espíritu del disco. En este sentido, creemos que es impecable la relación entre contenido y forma pues, en un tiempo de combatibidad generalizada en América Latina, con unos músicos socialmente activos, esta portada condensa el ambiente en el que nace el álbum sin los lugares comunes de los puños levantados, las guadañas al aire o los rotros afligidos.

viernes, 1 de agosto de 2008

Diseño Oriental



Según Chesterton, unicamente entre lo habitual podemos encontrar lo verdaderamente extraordinario. No se si fueron éstas las palabras exactas que salieron de su boca, probablemente no. Lo que sí se es que se trata de una afirmación que desprende gran parte de su obra. O al menos así lo he entendido yo. Y creo que razón no le falta. Muchas veces, aquello que busca sorprendernos - lo consiga o no - corre el riesgo de parecer presuntuoso, de caer por su propio peso, de dejar a la vista un chiste que enseguida deja de tener gracia.
Nos gusta este cartel porque no se trata ni siquiera de diseño de oficio, es más bien una labor del diseño azaroso, del señor chino que con pegatinas a dos colores y tres tamaños hizo este asombroso cartel tipográfico. Los laterales a sangre, los pequeños márgenes arriba y abajo y - ¡oh maravilla! - los tres nombres en diagonal ascendente. Si uno se fija bien, el paralelismo entre ellos es casi perfecto. ¡Casi!

Y es ese efecto - ese casi- el que nos fascina. El que unicamente la naturaleza, el azar, y unos pocos de los que llamamos artistas son capaces de producir para nuestro disfrute.


Cualquiera tiempo pasado...



... Fue anterior. Efectivamente, ya sabemos que resulta peligrosa la admiración acrítica del pasado como un estado ideal, libre de la corrupción presente. Pero cuando te encuentras con algo como este libro de la Chiswick Press, impreso en 1862, se te cae el alma a los pies. Admitimos que el movimiento de las imprentas privadas, al que, al parecer, queda asimilada esta editorial, no era la norma común en la producción de libros del siglo XIX. Entre otras cosas, se caracteriza por ser una respuesta a esa misma producción descuidada y masiva. Pero la cantidad de malos libros por cada uno bueno, entonces, es mucho menor, en proporción, que en la actualidad.
El exterior del libro, que con el tiempo ha debido perder un forro original, pues es completamente distinto al resto de publicaciones de la editorial que he podido encontrar, está compuesto por un cartón recio y gris de unos dos milímetros. El lomo, en cambio, esta forrado con ese papel marfileño que se ve en la foto. No es un papel normal, pues tiene un ligero tacto a barniz que recuerda a las perlas, en las que puedes notar la diferencia de nivel entre cuerpo y esmalte.
En el interior, es evidente, lo que más sorprende son los márgenes. Puesto que este libro fue publicado hace más de un siglo, podemos permitirnos el lujo de ser menos críticos con el vergonzoso gasto de papel y de trabajo que supone esta maqueta, y atender mejor al resultado formal. Se trata de una actitud basada en hechos consumados, pero no puedo evitar que me guste el resultado.
Según la entrada de la Wikipedia dedicada a la Chiswick Press (empresa familiar que se mantuvo hasta 1962), ésta publicó alguno de los primeros diseños de William Morris. Por tanto, estaría doblemente relacionada con el movimiento de las imprentas privadas: porque ella misma formaba parte de éste, y porque tuvo en sus filas a uno de sus más importantes representantes. De todas formas, encuentro algunas fisuras en este hermanamiento de la editorial con las imprentas privadas.
En primer lugar, Chiswick Press se funda en 1811, mucho antes de que aquél movimiento, como tal, existiera. En segundo, porque no existe un parecido estético ni con la obra de Morris ni, por ejemplo, con la biblia de la Doves Press. Aunque también existan diferencias entre el medievalismo de textos iluminados de Morris y el trabajo, más moderno, de Cobden-Sanderson, tienen sin duda rasgos comunes que este libro no cumple. Por ejemplo: los márgenes son mucho más pequeños en las imprentas privadas (aunque quitando los adornos florales de la Kelmscott la proporción se acerca); el interletrado también es notoriamente más reducido, algo que salta a la vista, sobre todo, en el espacio entre palabras. La obsesión de la Doves y la Kelmscott por dar un tono uniforme al color del texto, les lleva, incluso, a suprimir el espacio que señala el final de un párrafo y el principio de otro, por el símbolo que representa esta separación. Por contra, en las páginas que presentamos, se observan esos ríos blancos verticales, a causa de los cuales, Morris condenaba la producción de la industria editorial. En todo caso, aunque no hubiese formado parte, el aspecto de la obra no se resiente por ello.
Entiendo que las fotos no son muy buenas, pero creo que podrá intuirse la belleza del libro. De todas formas, si alguien quisiera fotos más específicas podría pedirlas en los comentarios. Nos comprometemos a enviarlas.

Desde Milán



Tacto, olfato, vista... Todos sabemos lo que significa tener una de estas gomas de borrar, y no me quiero poner pesado con el tópico del olor de los lápiz Alpino el primer día de clase. Sólo señalar que, por mucho que se empeñen Faber Castell o Pelican (o los mismos fabricantes de gomas Milan con sus otros productos), el modelo 430 de Milan representa la esencia de la goma. Si cualquiera probásemos a pensar qué significa "goma", daría igual la conclusión a la que llegásemos, la imagen que tendríamos en mente sería la de la 430.
Al fin y al cabo, en eso consiste un buen diseño, en hacernos olvidar que detrás de ese objeto, ese cartel, o esa simple estructura, hubo alguien trabajando.

jueves, 31 de julio de 2008

Comida, copa, puro y... plato.



Nadie duda de que lo más importante de un plato sea lo que se pone encima de él, pero, de vez en cuando, conviene mirar a ver qué nos ofrece éste por debajo.
No es sólo la fantástica simplicidad del habitual símbolo del tenedor y la copa lo que hace especial a la trasera de este plato de postre, sino el pequeño placer que uno recibe al pasar la mano por el relieve de la cerámica esmaltada. Como en el cuento de terror de John Anthony, El hipnoglifo, algunos nacimos ya predispuestos a perder el tiempo tocando un objeto cualquiera.

The Beverly Hills Hotel



Cuando los gedeones han perdido el derecho a hacer proselitismo en los hoteles regalándonos sus biblias, los que sólo disfrutamos de verdad de unas vacaciones si nos llevamos de vuelta a casa algo del hotel fijamos ahora nuestra mirada en el resto de pequeñas cosas que nos reciben el primer día en la habitación.
Este bolígrafo de un hotel de Los Ángeles es una preciosa muestra del saber hacer del diseño popular americano. Aunque, casi con toda seguridad, haya sido realizado en la actualidad, intenta recordarnos que hubo un tiempo en que el diseño (los diseñadores), menos preocupado por su imagen, no huía de su condición de oficio.
Y todos sus productos nos transmiten el sosiego que les da esa conciencia.

Estación de muestreo


Su nombre es "estación de muestreo", y es parte del legado que la ínclita Isabel II nos dejó al pueblo de Madrid. No se si el color turquesa es posterior, pero podría tratarse de la intervención de un artista gay en la bahía de San Francisco, o bien un guiño industrial a Alicia en el País de las Maravillas. Tengo localizadas varias por el centro, ésta en la puerta del pub Santa Bárbara y otra en el Dos de Mayo.
Confirmando la Ley Universal que dice eso de "siempre hay alguien mucho más freak que tú" he encontrado esto, que me ha llevado a un maravilloso flickr sobre tapas de alcantarillas japonesas. Como siempre, a años luz.